Elíseo
Elíseo
Damia solia dar un paseo
por la arboleda cercana al camino rural luego de terminada la siembra diara de maiz, rara vez lo acompañaba su
esposa, no era un tipo muy hablador, siempre fue de los que adoran el
silencio con las efímeras irrupciones provocadas quizás por un pájaro, o
el ligero bailoteo de las hojas secas de maíz.
Contemplar el camino
rural con esa nostálgica soledad que acompaña las carreteras y cubre
los campos de labranza provocaba cierta melancolía en Elíseo. Solía
preguntarse en esas arduas y sin sentido caminatas la razón de esa
melancolía, nunca lograba llegar a una conclusión, sus pensamientos eran
interrumpidos por el calor que comenzaba a intensificarse luego de
pasadas las 17:00 y lo obligaban a emprender el regreso, perdiendo así
el hilo de sus profundas reflexiones. Tal era su afán de encontrar
significado a esas sensaciones y sentimientos que mas de una vez fue
sorprendido por su hijo Heladio, -Quien salia a buscarlo cuando sus
caminatas se alargaban hasta el anochecer- sollozando entre la oscuridad
de las siembras de maíz por haber tenido que irrumpir sus reflexiones
con la molesta idea de regresar. Heladio nunca comentaba sobre lo
sucedido, el sabia la obsesión de su padre con descifrar los
sentimientos, se limitaba a decir - Subite pa, ya es tarde, dale que la
vieja anda rezongando contra las vacas de lo preocupada que esta. Eliseo
sin decir una palabra intentaba ocultar el sollozo y montaba el
caballo con el orgullo de un padre capaz de sintetizar el llanto en un
fuerte espasmo rasposo, todos los hombres de campo lo hacen, no tienen
tiempo de quejas.
Se lamentaba las tardes en las que la atareada
siembra le impedía realizar sus caminatas -Ese hombre ya va a ver, le
voy a meter las mazorcas por el culo si piensa mandar a un gaucho mas de
lo que su familia lo hace- gruñía por lo bajo, dirigiéndose a el
arrendador cuando este le demandaba siembras mas productivas en
determinadas épocas. El único que escuchaba las protestas de Elíseo era
su hijo Elíseo II, con tan solo 15 años, el nombre y la genética no era
lo único que los vinculaba, Elíseo II, o mas bien Idilio poseía ya desde
su temprana edad las mismas obsesiones que su padre. Solia sentarse en
la hamaca frente al gallinero a observar las gallinas y las relaciones
que estas entablaban con sus crías, le gustaba imaginar que los pollitos
se enojaban con su madre al igual que el lo hacia con la vieja cuando
no lo dejaba ir hasta el pueblo.
Idilio entendía perfectamente las
reflexiones de su padre, Elíseo se las comentaba entre rezongos, quizás
para no perder la costumbre de manosear esos pensamientos diariamente.
Muchas veces Idilio
modestamente le preguntaba a su padre si podía acompañarlo en sus
caminatas, Elíseo accedía, pero ninguno de los dos disfrutaba la
compañía del otro irrumpiendo el silencio que adornaba los pensamientos,
el paso de uno, la respiración agitada del otro, solamente era una
carga, y los dos lo sabían...
A los 49 años, lo que había empezado
siendo una caminata reflexiva logro convertirse en la razón de vivir de
Elíseo, se levantaba a la mañana con la motivación de llegada la
tarde y el saciar los sentimientos de sus caminatas. Idilio, ya con sus
18 años lamentaba las noches en la que su padre volvía llorando y
gritando por tener que distraer su mente con emprender el regreso a la
casa, la familia ya estaba acostumbrada, solo se encargaban de tener el
mate y la manta lista para cuando Eliseo vuelva entre sollozos y
tiemblos de sus largas caminatas. Idilio sufría cada día en el que su
padre volvía frustrado, con principios de hipotermia y yagas en los
pies.
Una tarde de agosto, mientras Idilio labraba la tierra para el
cultivo, se acerco su padre con un mate y cargando un pequeño saco de
cuero -En el que probablemente llevaba tortas fritas echas por la vieja-
le ofreció un mate y con voz raramente exaltada dijo -¿Hoy me acompañas
a la vueltita por la carretera, hijo? Idilio noto una sonrisa extraña
en el rostro de su padre. Su mirada poseía la tranquilidad que hace años
ya había perdido, el sabia lo que iba a pasar. - No puedo hombre, el
arrendadero me cuelga del cuero si no le tenemos esto listo para fin de
mes, anda vos viejo que yo termino con la siembra rapidito nomas. - bah,
ese viejo- gruño como en los viejos tiempos Elíseo mientras comenzaba a
dirigirse hacia el portón del rancho.
Esa noche, como todas las
otras, la vieja le preparo el mate y le dejo la manta al lado del fogón a
Elíseo para cuando este se decida a regresar, Pero como Idilio sabia,
su papa no iba a volver, la caminata del gaucho no se iba a detener esa
tarde, la tranquilidad en la mirada de Eliseo se lo había adelantado,
esa tranquilidad que poseen los viejos que saben que ya esta todo dicho y
echo. A la mañana todos lloraron con cierta timidez, sabían que ese día
iba a llegar pero no podían ocultar el lamento de imaginarse a el viejo
titiritando de frió.
Idilio, un tiempo después de la partida de
Elíseo, comenzaba a desarrollar la misma obsesión que su padre con los
sentimientos y las sensaciones que surgen de su alma y que lo llevaban a
pensarlas y replanteárselas una y otra vez. Había encontrado en la caja
de la habitación del viejo un pequeño acordeón al que se dedico a tocar
en sus tiempos libres.
Los sonidos, las clavijas, sus silencios, el
viento circulando por el fuelle provocaban en Idilio la melancolía de
los caminos, la hermosura de la tarde, la soledad de la arboleda y el
cantar de las hojas secas de maíz, se propuso no permitir que ningún
hombre mas se vea seducido por los sentires de un melancolico caminar
sin antes haber escuchado el sonido del pequeño acordeón del viejo
Elíseo, el gaucho de las caminatas.
Octavio Alfeo
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